El Palo que Habla

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Jorge Mandujano

nInstrucciones para tener miedo (Segunda parte)

A Carlos Navarrete

Me pregunta Don Chito (acomodador de autos en el sótano de una insufrible Secretaría, que qué putas ando buscando con eso de escribir sobre espantos. Que mejor busque quehacer, y que deje que “las almitas descansen en paz”.Se refiere a la primera entrega de mi columna de la semana pasada. Dice que no les llega el periódico hasta la Secretaría, pero una su sobrina se lo mostró al día siguiente en su casita.
Ahora que vuelvo los ojos al tema, me topo con una suerte de sintomatología que advierte: “La necrofobia es el miedo a las cosas muertas o asociadas con la muerte. Las personas afectadas, al exponerse a algo relacionado con la muerte, como un cadáver, un cementerio, una funeraria o coche funerario experimentan síntomas como ansiedad intensa, miedo, sudoración, temblores y náuseas.
“Al igual que todas las fobias, la necrofobia es un miedo irracional. No se trata solamente de una preocupación sobre la muerte o ansiedad sobre lo que sucede después de ésta. Por desgracia, las personas afectadas llevan el miedo o ansiedad a tal punto que se convierte en debilitante y puede afectar su vida diaria.
“Una persona con esta condición teme pensar que podría haber cadáveres bajo sus pies, o teme encontrarse con un cadáver. Puede sufrir ataques de pánico al exponerse a elementos que recuerdan o simbolizan la muerte; entre éstos, encontramos muchos presentes en la vida cotidiana: una iglesia, una lápida, un cadáver (incluso animal), un ataúd o una carroza fúnebre”.
—“Ya los quisiera ver a estos hermanos”, —me dice Don Rafita, el más viejo enterrador del Panteón Municipal de Tuxtla Gutiérrez. Un hombre que ha “vivido” más años aquí que en su casa. —“Aquí, en el panteón, pue’, tarda uno para acostumbrarse. Pero cuando los hermanos o las hermanas difuntos te siguen hasta tu casa, no hay filósofo désos que dice usté que explican por qué tenemos miedo, que nos devuelva el alma al cuerpo”.
Esto viene a cuento porque, hace algunos meses, el mismo sepulturero me había confiado: “Fíjese usté que, hace muchos años, mi mamá, mis hermanos y yo vivíamos en un cuartito que rentábamos. Yo dormía en el corredor, y había una puerta de cañamaíz, que daba a la calle. Ese día había yo enterrado a ‘una hermana’ aquí. En el momento de bajar la caja, se desprendió el paredón y los trozos de piedra y cemento cayeron sobre su ataúd. Un ataúd muy bonito. La mayor parte de cristal. Y en los bordes estaba bien acabado con caoba y con incrustaciones de hormiguillo. Total, que los pedazos de piedra cayeron sobre la parte de cristal y provocó que ´la hermana’ quedara al descubierto.
“Por eso, mientras trataba yo de conciliar el sueño —ya en mi cuartito—, lo veo que va entrando por la puerta de cañamaíz. Nomás la empujó y luego luego llegó hasta donde estaba yo acostado. Pues que se me monta y me agarra del pescuezo. Me estaba ahorcando. Y así fue que salió mi mamá y mis hermanos a ver qué me estaba pasando. No les platiqué nada. Al otro día me vine al panteón y les dije a mis compañeros que teníamos que reparar la tumba de ´la hermana´, porque se había enojado y ya es que andaba penando…”.
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Ahora vuelvo —luego de varias lunas— a uno de los viejos sitios donde amé la vida: el bar del Sanborn’s. Allí me espera, como el barman de El Resplandor (The Shining), de Stanley Kubrick, un amigo de toda la vida del sitio, y a quien no veo desde la última vez.
Me sirve lo de siempre. Para Jack Nicholson, era bourbon. Para mí, vodka Smirnoff. Del porqué: considero que habría que ser demasiado miserable como para adulterar un vodka de esa marca y a ese precio, ¿o no?
La noche avanza sin novedad, diría la abuela. Todo parece estar en santa paz. Los Jaguares perdieron —en los dos últimos minutos— ante un equipo, como el Cruz Azul, que ocupaba un lugar muy menor al de ellos en la Tabla General. ¡¡¡Maldita sea!!!
Una señora que está sentada en la mesa contigua a la nuestra con alguien que parece ser su marido, advierte mi presencia. Me explica de dónde tanta “conocencia” (viajamos en el mismo avión a Cuba hace algunos años; luego en un chárter a Veracruz, para ver ganar a los Jaguar, precisamente); se acuerda de mi tienda de deportes, adonde hallaba las palayeras que rezaban: “Si no sos Jaguar sos mampo”. En fin, sabe demasiado, diría Boogie el aceitoso.
Total, que en lo que decidimos si nos conocemos o no, una sombra menuda ha pasado dos veces a nuestras espaldas. Una niña que nos visita —y no es por vez primera—, según Merceditas. La niña pasa por detrás de las sillas de los comensales, hace como que escucha la conversación, tira una silla de una de las mesas vacías y desaparece.
Mientras pasa todo eso que me refiere mi pareja, un mesero ha llegado hasta nosotros: ¿La vio, señora? –inquiere.
Ahora investigamos. Resulta que no es de ahora, pues. Pasa que, desde hace un buen tiempo, la silueta de una niña se aparece por varios departamentos de Sanbors’s. Para algunos que allí laboran, ha pasado a ser un hecho común. Pero sucede que no son pocas las quejas de señoras que, al posarse frente a los lavabos tras comparecer ante los baños, ven a través del espejo los zapatitos de una niña que se asoman por debajo de la puerta del cabinete que confiere la necesaria discreción al uso de la taza. Han empujado la puerta y, tras no hallar nada, han montado en cólera; en estadíos de pavor y “estás pendeja”. “Porque sí la vi. Esto es que no estoy loca. Tú estás aquí bien café con leche, pero allá adentro está el espanto, tontaaa!!!”, rematan ante las gerentes de Área del tan distinguido emporio del señor Slim.
Ya en frío, nos hemos metido hasta los tuétanos del fenómeno. No daré nombres ni señas “para no entorpecer las investigaciones”, dirían los ínclitos fiscales. Pero quienes afirman haberla visto están francamente apanicados. Las 24 horas, cada área del mentado Sanborn’s es monitoreada desde una isla de pantallas que muestran y registran las imágenes recogidas por las cámaras instaladas estratégicamente en cada uno de los departamentos. A la fecha, ya son dos de estos llamados “monitoristas” que han partido a casa con el espanto encima. Argumentan haber visto a la niña ir de un área a otra, a través de las referidas pantallas.
Por otro lado, tanto “vendedoras” (meseras del restorán) como meseros y demás personal que atiende los diferentes departamentos, tienen prohibido usar los baños destinados única y exclusivamente para clientes. Para ell@s, al fondo de un segundo piso, donde se hallan oficinas y bodegas contenedoras del titipuchal de artículos que ofrece la tienda de los tres búhos, hay un baño que, para acceder hasta él –afirman- “está de a joderse”, en tanto hay que transgredir hasta el almacén de los mismísimos pasteles. Pero eso sería lo de menos: “la necesidad es la necesidad” –consideran. La problema, dirían los zinacantecos, es que hasta allí han sido seguidos y perseguidos por la imagen de la ya legendaria Niña de Sanborn’s.
(Esta historia continuará…)
Voz en off
¿Quién dijo miedo? En mejores panteones me han dado las 12.

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