In memoriam para

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el insigne amigo

Marco Aurelio Carballo nació en Tapachula,

Chiapas, el 20 de septiembre de 1941;

Falleció en su casa de la Ciudad de México,

el 1º. De agosto de 2015.

Cuernavaca .- La niebla gris de aquella tarde septembrina que amenazaba frío y lluvia, de repente le cedió el paso a la luz del sol. El cielo despejado se alfombró de nubes blancas. Paty Zama y mi compañera se instalaron en la terraza de la casa, mientras Marco Aurelio y yo nos metimos al estudio a corregir el texto de un cuento mío.

(Hago remembranzas del gran amigo, gran escritor y gran periodista, por la genial idea que tuvo Gerardo Pensamiento de recordarlo con motivo de su natalicio este mes. Lo hago con placer, porque a nadie que sea brillante, y menos a Marco Aurelio, gloria chiapaneca, se le deben regatear los reconocimientos)

Duro en sus observaciones, Marco Aurelio le echó mano a “Pascualillo” y lo hizo leíble. Después la noche nos agarró tomando la copa en la terraza, mientras Paty le advertía a Marco Aurelio: “Recuerda que tenemos que regresar a México hoy mismo”. Terco, no se quería ir, porque se sentía muy relajado.

Nos veíamos con alguna frecuencia a tomar el café en la “vieja” Ghandi, sobre Miguel Ángel de Quevedo, a hablar de Faulkner, Hemingway y Norman Mailer, y luego pasábamos al mercado de Coyoacán a comprar quesadillas y gordas con su marchanta.

En dos ocasiones lo llevé a impartir charlas sobre periodismo a mis alumnos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, y alguna vez publicó esas experiencias en sus “Turbocrónicas” de La Prensa.

Nos dejamos de ver cuando los médicos le diagnosticaron cáncer en la cabeza y lo sometieron a muchas sesiones de quimioterapia. El café en la Ghandi tuvo que esperar a mejores tiempos que no llegaron, pues su estado de salud no mejoraba.

Un día, por invitación de Carbot, fue a tomar el café a un Sanborns de División del Norte, en la Del Valle, y se me contrajo el corazón verlo en silla de ruedas y una enfermera a su lado. Me acongojó mirarlo en ese

estado, pero me sentí privilegiado, pues Marco, haciendo a un lado la enfermedad y el dolor causado por las quimioterapias en el 20 de Noviembre, nos daba el lujo de su compañía.

Quería ser rudo, pero era lo contrario con los amigos. Un día le dije que Froylán López Narvaez nos invitaba a celebrar su cumpleaños en el Salón “Los Ángeles”, de la Guerrero. “Los hombres rudos no bailamos”, dijo comiéndose la sonrisa. “Ya estarás Norman Mailer”, le contesté.

Aparte del café en la Ghandi o en La Habana, varias veces coincidimos en Tuxtla Gutiérrez. Nunca se me dio el gusto de ir con él o coincidir con él en “La mesa redonda”, la cantina ícono de Tapachula donde le ponían la alfombra roja y en alguna ocasión, si no es que más veces, sirvió de escenario para presentar sus libros.

(De éstos hay tres -de los muchos que escribió- que con frecuencia releo: “Muñequita de barrio”, “La biblia del narrador” y “Morir de periodismo” dedicado a un amigo periodista que murió alcohólico en Cuernavaca.

Marco Aurelio siempre se quejaba del “chorrito” que salía de las regaderas de los hoteles y que no había mesas en los cuartos para instalarse con su máquina de escribir. Le dije “al que yo llego el agua cae a chorros”, y accedió con tan mala suerte que ese día no hubo agua por una reparación en la tubería, y tampoco mesa. “La cama rechinaba y me quedaba chica; un pinche gato estuvo maullando toda la noche y no me dejó dormir, para colmo un gallo en la casa vecina me despertó a las seis. Ya ni la chingas”, me reclamó. Nunca más le volví a recomendar hoteles, y yo tampoco volví a hospedarme en ése.

Me invitó con Alberto Carbot a acompañarlo a la presentación de “Morir de periodismo” en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, pero por la noche lluviosa y la poca propaganda que le hicieron al evento, sólo acudieron empleados de la Universidad, dos o tres reporteros y algunos de nuestros parientes.

Esa noche, enfurecido él y enfurecidos todos por el estrepitoso fracaso, empezó una tourné que pareció gira de cirqueros porque queríamos ir a Coita y alguien recomendó ir a San Fernando, la tierra de mis mayores. La ruta que seguiríamos era Comitán y de ahí saltar la sierra bajando por Motozintla y llegar a Tapachula, donde sus paisanos lo esperaban con las cervezas abiertas.

El viaje en una camioneta que nos prestaron con chofer, no fue aburrido, porque a pesar de que íbamos sobrios –aunque crudos por la tomadera de

la noche anterior en un bar que se llamaba “El Gato Negro”, que alguien dijo era el rincón preferido de Mariano Herrán Salvatti, Marco Aurelio acudió a su antología de ocurrencias para predecir que en Comitán nos esperaba una grandiosa noche de presentación.

El auditorio municipal nos recibió con una mesa de presídium para cuatro personas: Marco, Carbot, el presentador que nunca supimos quién era porque no llegó y yo. “Uta, esto no lo llena ni Gabriel García Márquez”, dijo. Así fue. En la primera fila había doce personas, en el resto de las 400 butacas no había ni moscas porque el auditorio recién había sido fumigado.

Nos miramos los tres y coincidimos en irnos “a la chingada”, pero alguien tuvo la atención de explicar que la nula asistencia era porque en el parque de enfrente estaba la feria anual. Pues sí, nos fuimos a esa parte –la chingada- todos contritos, pero Gerardo Pensamiento salió al rescate para invitarnos a cenar y a echar trago a un restorán francés.

El alcalde mandó decir que éramos invitados suyos y que había habitaciones reservadas en el “Lagos Montebello”, que entonces era el mejorcito. Creo que hoy ha sido desplazado por otros en el centro, entre ellos el Eduardo Ramírez Aguilar, a quien El Gûero Velasco Coello quiere hacer gobernador.

Oootra vez, la regadera era de “chorrito” y no había luz suficiente en la habitación. Marco sacó la mesa al pasillo y en calzoncillos se instaló a escribir.

Esa mañana salimos a Tapachula y ahí, después de pasar por dos o tres retenes en la carretera, la cosa fue distintas. Marco Aurelio tuvo una jornada triunfal, con lleno total en la casa de la cultura.

Nuestro amigo era muy querido en su pueblo, del que nunca salió porque lo llevaba en las venas. Pudo haber sido boxeador, pero prefirió ser narrador. Si los guantes y el olor a aserrín del encordado lo hubieran atrapado, nunca lo habríamos conocido y admirado. Tal vez escribiríamos crónicas de sus peleas en el trópico, y a lo mejor lo alentaríamos para que llegara a las estelares en la México, pero en buena hora se dio cuenta que el deporte de los golpes no era para él. Los golpes al teclado lo llevaron al ring estelar de la literatura.

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