Eduardo González Silva
De repente, una voz imperativa nos dio a entender que dejáramos de volar nuestros papalotes: ¡bájense de la azotea! Al tiempo que una extraña sensación se percibía en el espacio ambiente de lo que hasta hace poco fue el Distrito Federal, la tarde del 2 de octubre de 1968, hoy hace 50 años.
Apenas entrado el otoño, recuerdo ese atardecer de dolorosa fecha color gris, nubes densas cargadas de agua que se precipitaron en intensa lluvia poco después de haber caído la tarde, mientras que el viento soplaba con fuertes ráfagas, tanto que hicieron volar nuestros papalotes mucho más allá de los 50 metros.
No había en ese entonces horario de verano, y por lo opaco de la tarde, la oscuridad se adelantaba más que de costumbre. Trepados en los cuartos de la azotea de un edificio de los años 50 del siglo pasado, aun de pie que resistió los temblores del 57, 85 y 2017, cómplice mudo del anhelo infantil de elevar un papalote.
Diestros en confeccionar multicolores papalotes, con armazón de tres simples palos redondos, ligeros y largos de madera cruzados y anudados entre sí, con cubierta de papel de china pegado con engrudo, adornados en sus lados con barbitas con el mismo papel, y en uno de los extremos del cuadro, se colocaba la tan importante cola de tela, generalmente de viejos trapos, que daba sostén al aeroplano artesanal para agarrar vuelo y mantener en el aire, por largas horas.
En ese entonces, la diversión de los menores en el ancestral barrio de La Merced, fue volar sus papalotes, así en el lejano cielo transparente del DF, por ese rumbo capitalino se veían hacia lo alto pequeñas manchas en las nubes, producto de los cometas controlados desde las azoteas por intrépidos pilotos.
Simple coincidencia de este relato con el cuento “Mi papalote” de Agustín Yañez, que a comparación del que narra el escritor jalisciense, los artefactos que volaba junto con mis primos y hermano, no eran comprados, sino que los nuestros eran confeccionados con dedicación y cariño bajo la dirección de mi abuelito Pepe.
Contagiosa alegría y emoción de sentir volar su papalote, por el personaje de don Agustín, pero de lo que yo más recuerdo al final de cuentas con mi papalote, es haber escuchado esa voz imperativa: ¡bájense de la azotea!
Refunfuñando y con el enojo por abortar repentinamente ese vuelo crepuscular de las alturas, y que no había mejor distracción en época de vacaciones -pues comenzaba el cambio del calendario escolar de invierno por el de verano emprendido justo por Agustín Yañez-, y en vísperas de la Olimpiada México 68, no hubo de otra que bajar del aire nuestros cometas.
En ese entonces solo los privilegiados tenían teléfono, la información por la radio estaba contralada, comenzaba ya la manipulación informativa en televisión del acontecer diario. Difícil, muy complicado obtener noticias en tiempo real, y pensar en la existencia de teléfonos celulares o del Internet, sería cuestión de algún padecimiento mental.
Nunca pregunté a mi madre como se habría enterado de lo que esa tarde ocurrió en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, pero de lo que sí recuerdo es esa voz imperativa, ¡bájense de la azotea!, orden acompañada por cinco palabras, “algo muy feo está pasando”.
Al escucharla y voltear a verla, y mirar para arriba por la breve distracción, para localizar donde andaba mi papalote para bajarlo, vi cómo dos helicópteros hacían un recorrido por los cielos de la Ciudad de México, cuyos tripulantes dieron la señal, confirmado por testigos en la Plaza de la Tres Culturas, para que diera comienzo el tiroteo en Tlatelolco.
Tenía 11 años de edad, y a partir de ese entonces conocí las trampas de la democracia, el desprecio de la sociedad mexicana hacia los jóvenes, las tanquetas, los fusiles, las bayonetas, el bazucaso, los granaderos, el ulular de las ambulancias, y la represión con toda su brutalidad. Hoy a 50 años queda latente la impunidad por los responsables de las muertes, como ahora por igual de los 43 normalistas desaparecidos, con todo ese recuerdo por supuesto, 2 de octubre no lo olvido.