Jorge Mandujano
Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia
Atenta, y con sus ojos tan separados en esa suerte de continente feliz que es su rostro, Rigoberta Menchú me escucha al final de la conferencia magistral, más bien charla, que sostuvo hace unos días en el auditorio de la Universidad del Sur, al poniente de la ciudad.
Hacía 37 largos años que había estado espantando a la muerte sobre una maltrecha cama en el Hospital de Comitán, luego que su salud había mermado lo suficiente como para olvidarse de todo lo vivido y lo sufrido. Don Samuel Ruíz le había encomendado a su inseparable hermana, Doña Lucha (hasta hoy día juntos bajo el altar de Catedral, en San Cristóbal), que velara porque la muchacha, que había escapado y logrado llegar con vida de Guatemala, recobrara la salud.
De eso hablábamos, mientras la gente se agolpaba con un ejemplar de su libro en mano, buscando el consabido autógrafo.
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En los últimos años, antes de que abandonara definitivamente la Diócesis para cederle la estafeta al obispo Raúl Vera, “coroné” al Tatic los días 2 de noviembre de cada año, en la víspera de su cumpleaños. “Me encanta, porque es una costumbre que sólo se da en tierra caliente; aquí no se estila”, me decía siempre.
Quien tomaba la foto: Doña Lucha, su hermana.
En una de esas benditas “coronas” —o coronaciones, si lo prefieren—, en el comedor de la Curia (sí, donde aguardaba el óleo de la Virgen de Guadalupe con pasamontañas), y luego de tres caballitos de onza y media de agave azul, salió a la plática la Rigoberta, Rigobertita Menchú.
De eso y un par de temas más hablé brevemente ese jueves con quien publicó un memorable por revelador texto en 1983 —Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (Entrevista con Elizabeth Burgos)— y de cuyo contenido di cuenta en aquellos benditos días en diversos diarios.
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En un evento insertado dentro de la Reunión Internacional del Parlamento Indígena y Afro-descendientes de América, y organizado por la Fundación “Rosario Castellanos”, que preside María Eugenia Pérez Fernández; la Universidad del Sur y el Diario de Chiapas, cuya representante, por cierto, la nombró —con la ternura que provee la ingenuidad— “Rigoberta Megchún”, la morenita que nació allá en Uspantán, Guatemala, en el mismo año que triunfó la Revolución Cubana, y el mismo que el obispo Samuel Ruíz García llegó a hacerse cargo de la Diócesis de San Cristóbal (1959), refirió los días aciagos en que perdió a su familia. Todo ese dolor acumulado durante tantos años, asumidos y traducidos en esa desleal batalla de la memoria contra el olvido: “Mi madre fue secuestrada y torturada por el ejército guatemalteco. Hemos decidido, la poca familia que queda y yo, seguir considerándola ‘desaparecida’, en tanto no nos entreguen sus restos o nos digan en qué fosa común se encuentra, para exhumarla y darle cristiana sepultura”, sentenció.
Para no ir más lejos, el 31 de enero de 1980, su padre, Vicente Menchú, fue una de las 37 personas ―entre las que se contaba el cónsul español Jaime Ruiz del Árbol― que la Policía Nacional de Guatemala quemó vivas “con fósforo blanco” en la ominosa e inenarrable Masacre de la Embajada Española, en Ciudad de Guatemala.
De ahí fue que la también Premio Príncipe de Asturias 1998 migrara a Chiapas, particularmente a Comitán, luego a la Casa Consistorial de San Cristóbal de Las Casas.
Hace ya varias lunas, le escuché decir muy lejos de casa: “Al igual que América y, en especial mi país, muchos pueblos del mundo ocupan un lugar importante en mi mente y en mi corazón, en su incesante lucha por defender la paz, el derecho a la vida y todos sus demás derechos inalienables. Guatemala, México y América Latina llegarán”.
Por supuesto, a lo largo de su interminable diáspora, no han faltado los insufribles detractores, quienes han puesto en duda hasta la mismísima referencia de la muerte de sus padres. En fin.
Finalmente, saludó a los diputados delegados a la Reunión del Parlamento…, provenientes de Bolivia, Perú, Panamá y Guatemala, entre otros, y dejó bien claro entre la muchachada ─que era mayoría─: “El EZLN puso a las comunidades indígenas de Chiapas ante los ojos del mundo. A nosotros nos toca que permanezcan presentes”.
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Nos despedimos. Al salir del recinto, volví la memoria a uno de los últimos párrafos de su discurso, hace 25 años allá, en la fría soledad de Estocolmo, al recibir el Premio Nobel de la Paz:
“La lucha por la paz y la igualdad, será –sin duda- un proceso complejo y prolongado. Pero si es o no una utopía, nosotros los indígenas debemos tener confianza en su realización. Sobre todo, si quienes añoramos la paz y nos esforzamos porque se respeten los derechos humanos en todas partes del mundo donde se violan, nos oponemos al racismo, y encaminamos nuestro empeño a la práctica con entrega y vehemencia siempre”.
Voz en Off
Sobrada correspondencia con Rosario:
Corren ríos de sangre sobre la tierra ávida
corren vivificando las más altas orquídeas.
Las más esclarecidas amapolas
se evaporan, rugientes, en los templos
ante la impenetrable pupila de obsidiana.
Brotan como una fuente repentina
al chasquido de un látigo.
Crecen en el abrazo enorme y doloroso
del cántaro de barro con el licor latino.
Río de sangre eterno y derramado
que deposita limos fecundos en la tierra.
Su caudal se nos pierde a veces en el mapa
y luego lo encontramos —ocre y azul─ rigiendo nuestro pulso.
Río de sangre, cinturón de fuego.
En las tierras que tiñe, en la selva multípara,
en el litoral bravo de mestiza
mellado de ciclones y tormentas,
en este continente que agoniza
bien podemos plantar una esperanza.
Rosario Castellanos, en Apuntes para una declaración de fe.