Jorge Mandujano
- Viaje de mi hijo al corazón de la Selva
(Fragmento)
Todo comenzó la mañana del miércoles 8 de agosto de 2007. “Me voy a la selva”, me participó mi hijo Jorge Ernesto, con la seguridad de quien no necesita salvoconducto alguno, que no autorización, que no aquiescencia tutorial, que no permiso, pues. “Así comienza a perderse el principio de autoridad”, diría mi padre.
Habían pasado largos años de la noche en que me tomé el último trago, apagué el último cigarro y esperé a que amaneciera, luego de que había sentenciado: “Cuando cumpla 40 años, conoceré la muy mentada Selva Lacandona. No lo haré si no es de la mano de mi hijo”. Así pasó.
Ahora era distinto. Mi hijo había decidido internarse en la espesura de la selva solo, o quizá de la mano de la mujer que amaba y quien — debía inferir—, también lo amaba. Tiempos nada propicios para su acaso irreversible empresa expedicionaria. Escaseaban los recursos para la travesía; sobre todo, ante el abultado presupuesto que presumía su alojamiento y su alimentación en aquel oscuro pueblo de Palenque —sitio escogido para su primera escala, para descansar en una mínima pieza y no una pieza colosal, cual si se tratara de una franquicia del célebremente abusivo Marriott.
Pactamos la mitad del melón. Él abordaría el último vuelo de la noquedadeotra Cristóbal Colón, llevando consigo una estratégica dotación de ultramarinos y demás chunches, evocando aquella Última expedición del Siglo XX a la Selva Lacandona, que 16 largos años atrás habíamos trazado junto con Mario Nandayapa, Raúl Vera, Iris Aggeler, Luis Fernández, Elsa Jiménez, David Rodríguez Patiño, Bulmaro Narcia y Marco Fonz, entre muchísim@s otr@s.
“Cervezas no, me dijo: estoy a dieta”. (Qué tal si no lo estuviera, pensé).
—“¿Sabes cómo llegar a la Selva? –se atrevió a inquirir. “Si sé cómo llegar a mi muerte, no voy a saber cómo llegar a la Selva
–repuse, con actitud firme, que no dura, porque —sin ir más lejos— poco me duró tan riesgosa actitud.
Documenté entonces mi insomnio por el viaje y volví los ojos al viejo Moi, un sabio maya que habitaba en un lugar llamado Panchán y cuyo territorio hospedaba buena parte de la zona arqueológica de la mítica ciudad erigida por la descomunal cultura que ahora presumimos orgullosos por el mundo. Un viejo amigo de mi padre y ahora amigo mío. “Con él”, me dije a mí mismo. “Sí, pero a dónde dejé los benditos contactos”, me pregunté otra vez a mí mismo. Cómo si “sus generales” —como dicen los españoles— quedaron guardados en una agenda de papel, antes del advenimiento de los directorios electrónicos.
Me eché un clavado al fondo del titipuchal de las otrora infalibles tarjetas de presentación, servilletas, poemas inconclusos por arrepentimiento; cartas de amor y desamor, nombres de quienes en tu vida habrás de volver a ubicar; citas de “escritores chingones” y “no tan chingones” en fin, códigos postales del mismísimo abandono, hasta que logré encontrarlo. Sin pensarlo dos veces, marqué de mi teléfono “duro” (así le han dado en llamar quienes echan [echamos] mano del satélite para luego distribuir nuestro tiempo hasta perderlo por el mismo decreto).
—“Hola”, saludé a una voz femenina que había respondido del otro lado del auricular. —“Hola”, repuso, a secas. ¿Estará Moi por ahí? –pregunté, confianzudo. –“No” –me contestó. “Está en la casa”. “Bendito Dios”, pensé en voz alta. “Qué bueno, así hablo con él”. “¿Quién habla? –volvió a preguntar. “Soy Fulano de Tal”, me identifiqué. “Eso es”, me dijo, ya en tono más serio. “Así es que tú eres el cómplice de mi marido. El que lo alcahueteó y no hizo nada para evitar que se metiera con esa cerda”, reclamó. “No, le dije. ¿Qué no hablo al teléfono de Moi, de don Moisés Morales, el Sabio Maya? —“Que sabio ni que la chingada. Lo mismo le ha de haber dicho a esa perra, hija de su chingada madre”, me dijo.
Fue entonces que me di cuenta de que hablábamos de Mois distintos. Finjí demencia, tras recordar la famita que le habían bordado a mi buen amigo, a mi señor (sus francesas, italianas, alemanas, inglesas, en fin). “No te escucho bien, amiga”, le dije, ya en tono conciliador. “No te hagas el listo”, me dijo. “Me llamo Aretha, pero se pronuncia Arrita, ¿te dice algo el nombre? (ahora ya con un engañoso tono gringou). “La verdad, no, le dije. Conocí a Aretha, perdón, a Arruita Franklin; es más, estuve en su cumple, de colado en el Hard Rock de Nueva York (añadí lúdico para seguirle el tono que había marcado para la conversación). Luego, consideré prudente distraerla: “Apostaría a que estás oyendo a Shakira”, completé, para salir del pleito ajeno. “Sí, es mi ídola”, repuso, ya más tranquila. “Hasta aquí se oye, apañé. Esa chava, aunque les duela a las mujeres que han pasado por mi vida, es mi verdadera vieja”, le confié, en el mismo lenguaje usado por ella. “¿A poco?, matizó, despojada ya del tono estadounidense. “Sí”, repuse. Si de algo te sirve, le escribí una carta. Si querés (ya instalado en el tono achiapanecado) te leo los primeros párrafos”, le dije, con tal de sustraerla, in difinitiva (diría uno de los más conspicuos integrantes de la difunta “Banda del pañal”) de la muina. “Va, pues”, me respondió, instaladísima en la perversa cultura Patychapoyiana.
Así, me dispuse a jugar. Inventé una por demás larguísima carta a Chakira, así, con Ch.
—“Bueno bueno, Aretha, ¿sigues ahí? ¡¡¡Dime que sí, por vida tuya!!!”, pregunté y sugerí respuesta, impostando esa voz que asalta a quien se halla entre la eyaculación y el llanto.
***
Total que, al poco rato, la llamada del mismísimo Moi, que no la de Don Alfonso Morales, el Sabio Maya, terminó por llegar a mi teléfono: “Dile a tu hijo que hable con Niyayá. “Perdón, ¿Quién es Niyayá?, pregunté. “Es la que va a guiar a tu hijo, ¡oh, pues!, y lo va a llevar hasta el Panchán”, me contestó. “Pero, ¿por qué Niyayá?, ¿por qué no Nitanprontita?, jugué al sonso.
—“Ella lo va a llevar no sólo al Panchán sino al mismísimo corazón de la selva”, remató serio
y colgó.
***
Moisés Morales, el Sabio Maya, amigo de mi padre y, andado el tiempo, amigo mío, murió la tarde del jueves 29 de enero de 2015. Partió con la pena de toda la numeralia que ahora debería avergonzar a los gobiernos federal y estatal. La Selva Lacandona no es cualquier selva, y ya hemos permitido que comience a desaparecer de manera paulatina y angustiosa. El paisaje azul-verdoso que presumían los 1.8 millones de hectáreas se han visto reducidos considerablemente. Hoy, sólo quedan 500.000 hectáreas; es decir, en las últimas décadas se ha perdido el 72,2 por ciento del terreno que ocupaba la selva más grande del país, de acuerdo con información de la autoridad ambiental. La Lacandona alberga 5 áreas naturales protegidas amenazadas por la deforestación indiscriminada, que cuenta con la documentada aquiescencia de las autoridades federales y estatales.
Sin ir más lejos, es el hogar del 65% de los animales mexicanos. Al no tener donde refugiarse, miles de éstos, que dependen de este ecosistema, se desplazan, llegan a asentamientos humanos y quedan expuestos al tráfico, por decir lo menos. En contraesquina, las industrias madereras nacionales y extranjeras llevan ya más de 50 años con la tala y la exportación de árboles de caoba, cedro y amate. En 1949, la autoridad decidió prohibir en el país la exportación de la madera en rollo —se sigue partiendo en troncos y se transporta en tráileres— “como medida para proteger las zonas selváticas y los bosques de México”. Ahora, la ambigüedad Parques Nacionales/ Áreas Protegidas ha permitido la explotación indiscriminada.
Desde el año 2000 la Lacandona pierde 3,000 has. al año. Ninguna medida para salvarla ha sido suficiente.
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Voz en off
Talar un árbol es como matar a un poeta cuando duerme.