OPINIONES

Punto de vista

Mario Tassías

Hace algunos años, era común la práctica del voto gremial. Está documentado hasta la saturación cómo sindicatos e instituciones obligaban mediante amenazas a sus agremiados y trabajadores a votar por tal o cual candidato, obviamente del partido en el poder.

Era normal escuchar a ciudadanos quejarse de no poder votar libremente. Solían decir que la advertencia tenía que ver con perder el empleo o enojar al jefe o estar relegado para aspirar a un puesto de mayor nivel. Además el argumento más esgrimido era que gracias al partido en el poder, había trabajo, buenos servicios de salud entre otros beneficios. Los otros partidos eran de izquierda, comunistas y querían destruir la paz que ya existía.

Ese voto gremial no era discutido en asambleas o reuniones de trabajo. Simplemente se imponía y se acataba la orden de votar por quien ya había recibido el beneplácito de las altas esferas del sindicalismo. No por nada se decía en el exterior que en México éramos tan eficientes que con meses de anticipación sabíamos quien ganaría. Las votaciones eran solo un trámite.

En sentido contrario, bastaba un comentario de soslayo pidiendo una explicación de porqué la orden de votar por el ungido para que el impertinente preguntón tuviera problemas con sus compañeros si bien le iba, o con el dirigente o funcionario de inmediato mayor rango que el suyo, cuando no el despido.

Cuestionar las propuestas del candidato o intentar conducir una insubordinación, era mucho menos que imposible. Las indicaciones para votar por el favorito eran determinantes o de lo contrario había que atenerse a las consecuencias.

También fue el voto gremial, que por su trascendencia causó mayor furor cuando dejó de practicarse de manera descarada. Las cosas fueron evolucionando. Vinieron otros tiempos, y los políticos modificaron sus métodos. Actualizaron sus estrategias y cooptaron de otra manera el proceso de elección.

No es que el voto gremial o institucional haya desaparecido del todo, lo que sucede es que paso a paso, en algunos casos muy lento, los ciudadanos han creado otras formas de informarse para ejercer su derecho al voto. Por cierto, el voto en toda su extensión, tiene ahora otras características que también afronta las influencias por la corrupción de instituciones, sindicatos y partidos.

Así no se puede pecar de ingenuo y entender, por ejemplo, cómo es que el sindicato petrolero tiene a un dirigente al que solo le falta ser electo como la flor más bella del ejido, pues ha ocupado los puestos de legislador desde hace ya tres décadas o más donde se ha incrustado como senador y diputado.

El voto en la actualidad, se consigue en muchos casos, a través de la compra de voluntades por medio de programas asistencialistas desde el poder. Son esos programas como PROSPERA, que los dirigentes de los partidos o sus influyentes agremiados selectos manejan a discreción y ya no solo en zonas marginadas.

Un voto razonado y un voto comprado, valen lo mismo a la hora de sumar resultados. Aunque su naturaleza sea indiscutiblemente opuesta y en conciencia sean diametralmente diferentes. Sin embargo, eso no parece conmover a quienes compran votos como una mercancía expuesta en el mercado del deshonor. El voto es la manifestación de una opinión. Es el juicio de un análisis de la voluntad de quien lo emite.

A los políticos deshonestos les es difícil discernir esta manifestación de preferencia. Si con el voto gremial ordenado bajo amenaza, se sometía al ciudadano, en la actualidad esa sumisión viene a través de programas electoreros. No se puede hablar de democracia, cuando se deshonra y menosprecia a los electores.

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