OPINIONES

Sin tanto rollo

Eduardo González Silva

Reconvenidos

Fue visible a los ojos del mundo como el rostro severo y la actitud indiferente mostrada por los 109 obispos que integran la Conferencia del Episcopado Mexicano, al inicio del mensaje del papa Francisco en la colonial Catedral de la Ciudad de México, cambio por la de figuras llenas de vergüenza, y porque no, quizás hasta de arrepentimiento.
Jamás en su historia el alto clero de México, los jerarcas de la Iglesia Católica, oyeron un discurso acusatorio, sin adjetivos, por el hombre al que ni más ni menos juran obediencia, que los exhibió y ubicó en el ridículo, ante esa falta ancestral de compromiso para con un pueblo humillado, explotado, discriminado y sometido.
Con palabras dulces y mirada de ternura, les reconvino de utilizar sólo su figura como líderes espirituales y no actuar desde la histórica evangelización en el derramamiento de sangre “y desgarradoras convulsiones”, con un pasado marcado por la soledad, el aislamiento y la marginación, “con el futuro continuamente relegado a un mañana que se escabulle”.
Los conminó a reclinarse con delicadeza y respeto, “desciendan con atención y descifren su misterioso rostro, y les preguntó ¿La familiaridad con el dolor y la muerte no son formas de coraje y caminos hacia la esperanza? La percepción de que el mundo sea siempre y solamente para redimir, ¿no es el antídoto a la autosuficiencia prepotente de cuantos creen poder prescindir de Dios?
“No le tengan miedo a la transparencia. La Iglesia no necesita de la oscuridad para trabajar. Vigilen para que sus miradas no se cubran de penumbras de la niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos por debajo de la mesa, no pongan su confianza en los carros y caballos de los faraones actuales…”
“El pueblo de México tiene derecho de encontrar las huellas de quienes han visto al señor, de quienes han estado con Dios… No pierdan entonces tiempo y energías en las cosas en las habladurías e intrigas, en vanos proyectos de carrera, en los vacíos planes de hegemonía, en los infecundos clubs de intereses o de corseterías”.
Los oídos de los purpurados mexicanos escucharon la voz del Papa Francisco decir, de lo que ancestralmente todos sabemos, de lo que es el alto clero mexicano: ¿Acaso podemos estar de verdad ocupados en otras cosas si no es en las del Padre? Fuera de las cosas del Padre perdemos nuestra identidad y culpablemente, hacemos vana su gracia”.
Les recriminó que no los fustigo, porque no uso el látigo de castigo, pero con palabras que fueron contundentes, como el hecho de no dar testimonio de Dios, de figuras retóricas y vacías, de esas palabras “incapaces de impedir que el mundo quede abandonado y reducido a la propia potencia desesperada”.
De no dar un regazo materno a los jóvenes, jóvenes seducidos por la potencia vacía del mundo, que exaltan quimeras para comercializar la muerte a cambio de monedas, y les pidió “no minusvalorar el desafío ético y anti cívico que el narcotráfico representa para la juventud y para la entera sociedad mexicana, comprendida la Iglesia”.
Un alto clero por antonomasia conservador al que invitó a actuar con coraje profético, a abrazar y acercarse a la delicada red humana, a involucrarse en las comunidades parroquiales, sólo así, dijo, se podrá liberar de las aguas “tantas vidas que se ahogan”, para evitar un Dios con las manos manchadas de sangre y los bolsillos llenos de dinero sórdido y la conciencia anestesiada.
Mencionó a obispos capaces de imitar la libertad de Dios, redescubriendo la humildad, como si Dios no tuviera suficiente fuerza para el cambio, hablar de un Dios no escondido, reconocer la imagen ensangrentada y comprender los hilos mestizos que Dios entretejió.
Se refirió a las culturas indígenas masacradas, los llamó a que no se cansen de recordarle a su Pueblo cuán potentes son las raíces antiguas, que sepan suscitar la esperanza de nuevas metas, porque mañana será una tierra rica de frutos.
El papa Francisco sacudió de pies a cabeza a los prelados mexicanos, y al anquilosamiento de estos, les recomendó no caer en la paralización, les reconvino no haberse quitado las sandalias, y a la Universidad Pontificia de México la llamó a no renunciar a la búsqueda de la verdad.
A esos purpurados mexicanos autoproclamados desde hace siglos, príncipes, les dio de frente, “la Iglesia no necesita de príncipes”, y les llamó por su nombre “comunidad de testigos del Señor”, a trabajar por el respeto a la naturaleza y a favor de los legítimos derechos humanos.
Y en el colmo de la vergüenza, producto de la división que priva entre ellos, los conminó a “pelearse como hombres de Dios, que después van a rezar y a discernir juntos y si se pasaron de la raya a pedirse perdón, pero mantengan la unidad del cuerpo episcopal”.
Y antes en Palacio Nacional en la recepción con la clase política y empresarial metió las manos por los jóvenes mexicanos empeñados en el bien común mismos que por hoy “no goza de buen mercado”, bajo esa experiencia, soltó:
“…cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano, la vida en sociedad vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenado el desarrollo”.
Que los mexicanos “pueden superar las situaciones que nacidas del individualismo, se hace necesario el acuerdo entre las instituciones políticas, sociales y de mercado, y de todos los hombres y mujeres que se comprometen en la búsqueda del bien común y en la promoción de la dignidad de la persona”.

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